Existe una idea extendida —y profundamente injusta— de que la educación privada ofrece una mejor formación que la pública. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario: la educación pública no solo enseña conocimientos, sino que educa en valores, en convivencia y en ciudadanía, formando personas completas, no solo estudiantes competitivos.

La educación pública garantiza la igualdad de oportunidades, algo que ningún otro modelo puede ofrecer. En sus aulas se aprende a convivir con la diversidad, a respetar las diferencias y a cooperar, preparando al alumnado para un mundo real, plural y complejo. Es en ese entorno donde se desarrollan competencias esenciales como la empatía, la tolerancia, el pensamiento crítico o la responsabilidad social.

Además, la educación pública cuenta con profesorado altamente cualificado, comprometido con el aprendizaje del alumnado y con la comunidad. Su objetivo no es fidelizar clientes, sino formar ciudadanos libres, críticos y solidarios.

Frente a los centros privados o concertados, donde muchas veces la selección del alumnado y los recursos económicos generan entornos homogéneos y excluyentes, la escuela pública integra a todos y todas, sin barreras sociales ni económicas. Esa es su verdadera fortaleza: educar en la igualdad sin renunciar a la excelencia.

Defender la educación pública no es rechazar otras opciones, sino reivindicar el derecho de todos los niños y niñas a recibir la mejor educación posible, independientemente de su origen o condición. Es apostar por un modelo que enseña no solo a aprobar, sino a convivir, pensar y transformar.

Porque una sociedad que cree en su educación pública es una sociedad que confía en sí misma.